DOCTRINA

Iglesia Pentecostés Juan 14:6

La Sagrada Biblia es la Palabra de Dios, divinamente inspirada en todo, y la aceptamos como nuestra única autoridad. No hay otro libro divino, ni antes ni después en la historia. Lo que a continuación se expone no es ningún credo o dogma, sino que sencillamente es una reseña de las doctrinas principales de la fe apostólica, para orientar a los que preguntan, “¿qué creéis?” Es una respuesta orientativa a esa pregunta, y para saber más es necesario leer las citas bíblicas en su contexto, y considerar cuidadosamente su significado. Definitivamente, La Biblia es la brújula divina, y fuente de verdad. Es infalible, porque es divinamente inspirada; sale de Dios y representa Sus pensamientos hacia nosotros. No hay hombre ni iglesia que tenga el “Magisterio”. Por lo cual, nosotros como discípulos del Señor Jesucristo, exponemos reverentemente estas creencias, en el temor de Dios, y a todo lector le recordamos la exhortación apostólica:

“…sigamos una misma regla, sintamos una misma cosa” (Fil. 3:16).

Aconsejamos leer en su contexto y considerar cada versículo aquí citado, y observar de primera mano lo que Dios dice en Su Palabra. Puesto que Dios se ha revelado a través de Su Palabra, y se ha expresado perfectamente en ella, dejemos que hable, y que tenga la última palabra. Nosotros los seres humanos no podemos juzgar ni definir la Palabra de Dios, sino que ella nos juzga, y define quién es cada uno de nosotros. Por medio de la boca del profeta Isaías, Dios promete lo siguiente:

“… miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Is. 66:2).

La Sagrada Biblia es la única Palabra de Dios, y es total y divinamente inspirada (2 Ti. 3:16), e inerrante. Rechazamos como doctrina no apostólica, y por lo tanto, herética, la afirmación del Concilio de Trento en el año 1546, diciendo que la verdad divina llega a nosotros no sólo por medio de la Escritura sino también a través de la Tradición (la de ellos, por supuesto).

¿Por qué citamos al Concilio de Trento y no a otros que fueron celebrados después, incluso el Concilio Vaticano II? Porque aquel Concilio aceptó por primera vez como inspirados y canónicos, los libros apócrifos judíos que tanto los judíos como también la mayoría de los padres de la Iglesia (S. Jerónimo, etc.) rechazaron, y su declaración es vigente hasta hoy.

Rechazamos los libros apócrifos como literatura divina, y afirmamos, según la fe apostólica, que la Palabra de Dios no incluye la Tradición. La Sagrada Biblia de hoy es la misma que era antes del Concilio de Trento, e incluye los 39 libros del Antiguo Testamento y los 27 libros del Nuevo Testamento. Las anotaciones puestas en la Biblia por iglesias o por hombres eruditos, no constituyen inspiración o autoridad de ninguna clase.

Esta Biblia es el único libro que es la verdadera revelación de Dios, y lleva una maldición para los que pretenden cambiarla (Ap. 22:18-19). Las Sagradas Escrituras son infalibles, inerrantes, y merecedoras de toda credibilidad (Sal.12:6; Pr. 30:5-6; 2 P. 1:19-21). Solamente ellas tienen la autoridad suprema y absoluta en todo (Sal. 1:1-2; 119:9,11,105). La Biblia es la que lleva el mensaje del evangelio, y nos puede hacer sabios para la salvación (1 P.1:23-25; 2 Ti. 3:15).

También afirmamos que la Sagrada Biblia es lo que cada verdadero siervo de Dios debe estudiar, obedecer y emplear con diligencia en cada aspecto del ministerio cristiano, ya que sus doctrinas son suficientes para hacer que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra, sin añadir sabiduría humana (filosofía, psicologías, sociología, etc.) de clase alguna (2 Ti. 3:16-17; Col. 2:8).

El verdadero Dios es uno, y fuera de Él no hay Dios (Is. 43:10; 44:6,8; 45:5-7,21-22). Dios ha revelado que Él existe eternamente (Sal. 90:2) en tres personas iguales y distintas: el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo (Dt. 6:4; Mt. 28:19-20; Jn. 10:30; Hch. 5:3-4; 2 Co. 13:14). Él creó todo por Su poder y sabiduría (Gn. 1:1; Sal. 33:6-9; Jn. 1:3; Col. 1:16; He. 1:2). Él es Espíritu y no una fuerza impersonal (Jn. 4:24), y es distinto a los hombres (Sal. 50:21; Is. 55:8-9).

No se atribuye la deidad o la divinidad a ningún otro ser, ni a María ni a ningún santo. Ninguna de esas personas tiene la omnisciencia, omnipresencia u omnipotencia que hacen falta para poder escuchar nuestras oraciones, ni mucho menos para poder contestarlas.

No es posible representar al Dios vivo con imágenes (cordero, paloma, ojo, sol, etc.), ni está permitido usarlas en culto religioso, inclinarse ante ellas, rendirles culto (rezos, flores, velas, ofrendas, etc.), ni reverenciarlas de ninguna manera, ya sea adoración o veneración. Dios no nos permite hacerlas, ni tenerlas (Éx. 20:4-5; Sal. 115:3-8; Is. 42:8; Hch. 17:29-30).

Los querubines del Arca del Pacto en el Tabernáculo (Éxodo) no son precedente para hacer y usar imágenes, ya que el pueblo no los veía, porque estaban en el Lugar Santísimo. Fueron hechos por orden de Dios, y Dios no ha dado ninguna orden semejante en el Nuevo Testamento que mande o autorice el uso de imágenes. Este Dios, el verdadero, es el Juez de todo; el que se llama el “Anciano de días” (Dn. 7:9-10; He. 12:23).

El Señor Jesucristo no es una criatura, sino el Creador. Él no fue creado, sino que las Escrituras afirman que Él hizo todas las cosas (Col. 1:16-17). Es el Verbo de Dios, Dios el Hijo, el “Yo soy”, “Yaveh” o “Jehová” del Antiguo Testamento (Jn. 1:1,14; 8:24,58; Éx. 3:14; He. 1:8-12). Él es nuestro Señor y Salvador (Tit. 1:4), el Mesías prometido en las Sagradas Escrituras (Jn. 4:25-26). Él es Dios manifestado en carne (1 Ti.3:16) que se reveló a través de la encarnación.

Nuestro Señor Jesucristo fue concebido sin pecado (no María), por un milagro del Espíritu Santo, como Lucas 1:35 confirma. Su nacimiento virginal (Lc. 1:35; Gá. 4:4) en Belén cumplió varias profecías y dio otra prueba de Su divinidad. Su vida humana era sin pecado (1 P. 2:22; 1 Jn. 3:5), ya que nunca dejó de ser Dios, y por lo tanto, no podía pecar (He. 7:26). Sus milagros divinos (Hch. 2:22) manifestaron que era el que decía ser, el Mesías, el Hijo de Dios. Los mismo judíos entendieron Su lenguaje perfectamente, y sabiendo que Él se presentaba como Dios, le rechazaban por esto mismo, en su incredulidad. Como a muchas personas de nuestro tiempo, no les fue lógico ni comprensible que Dios se manifestara en carne.

La muerte de Jesucristo fue expiatoria y sustitutoria, ya que Él no tenía ni conocía pecado, sino que llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero, ofreciéndose por nosotros y sufriendo en nuestro lugar (1 Co.15:3; He. 2:9; 1 P. 2:24; 3:18). La expiación que Jesucristo realizó fue “una sola vez para siempre” (He. 9:12; 10:10,12,14), y la Escritura declara que Él entró, “habiendo obtenido eterna redención” (He.9:12). No es sacrificado de ninguna manera hoy en día, ni de forma incruenta ni mística, ni se perpetua Su sacrificio (He. 9:23-26). Es una obra terminada, consumada, hecha “una sola vez para siempre”. Su expiación es universal en potencia, y es ofrecida a todos, pero aplicada solamente a los que creen. Su resurrección fue literal, corporal(Lc. 24:36-44; 1 Co. 15:4-8), y fue visto por muchos testigos.

Ascendió corporalmente al cielo después de cuarenta días, donde fue recibido en gloria, y se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas (Mr. 16:19). Dios Padre le ha dado el nombre que es sobre todo nombre, y un día toda rodilla se doblará, y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre (Fil.2:9-11). Ahora Jesucristo se presenta como Salvador, y fiel y misericorDioso Sumo Sacerdote. Nos invita a acercarnos a Dios el Padre por medio de Él. La doctrina apostólica afirma que nadie puede acercarse a Dios por medio de ningún otro (Jn. 14:6; Hch. 4:12), porque el Señor Jesucristo es el único Mediador entre Dios y los hombres (1 Ti. 2:5). Todo aquel que pretende ser mediador o mediadora es falso, y hace afrenta al Señor Jesucristo como “un solo mediador”.

El Espíritu Santo es Dios (Hch. 5:3-4). Él es el Vicario de Cristo, y no ningún hombre. El Espíritu Santo convence de pecado, de justicia, y de juicio (Jn. 16:8-11). Regenera a los pecadores que creen el evangelio (Tit. 3:5) y mora en cada creyente desde la conversión en adelante (Ro. 8:9; 1 Co. 6:19-20). Esto hace que el cuerpo del creyente sea templo de Dios.

No puede ser recibido por una ceremonia de confirmación, ni por experiencias llamadas “segunda bendición” o “el bautismo del Espíritu”, etc., sino que es recibido por todo aquel que nace de nuevo, por la fe en el Señor Jesucristo (Ef. 1:13-14). No abandona a ningún creyente, sino que sella a todos ellos hasta que lleguen al cielo, y garantiza la salvación de cada creyente.

La Palabra de Dios declara que Dios no da Su Espíritu por medida (Jn. 3:34). Es el Consolador que prometió Jesucristo a cada creyente, para guiarnos a toda la verdad, y el creyente tiene el Espíritu Santo que inspiró la Palabra de Dios morando en él, para iluminar su mente y ayudarle a entender la Biblia Él no habla de sí mismo, sino del Señor Jesucristo, porque Su propósito y misión es glorificar al Señor. (Jn. 14:16-17; 16:13-15). Él da a cada creyente el poder para vivir una vida santa, para testificar y servir al Señor (Hch.1:8; 1 Co. 12:7,11). Él nos bautiza en el cuerpo de Cristo (1 Co. 12:13,27)habiéndonos miembros del cuerpo, la Iglesia, que es algo que ningún ser humano puede hacer.

El hombre fue creado por la voluntad de Dios (Gn. 1:26-27; Sal. 100:3) y no evolucionó. Si queremos hablar de “evolución”, en tal ésta sería descendente, perdiendo el conocimiento de Dios y glorificando al hombre y a los animales en lugar de Dios. Las Sagradas Escrituras testifican de que el hombre fue sumamente privilegiado y bendecido con el conocimiento de Dios en el principio, pero no quiso glorificarle como Dios (Ro. 1:21). Por su propia voluntad se constituyó pecador y rebelde (Gn. 3:1-24; Ro. 5:12,16,19).

Este primer pecado resultó en la pérdida de sus bendiciones y privilegios especiales, y en la depravación del corazón humano. Solo hace falta leer el periódico o escuchar las noticias un poco para saber que el corazón del hombre es depravado. Cada día el mundo está dando la razón a Dios con sus hechos y negando Su existencia con su boca. El hombre no aprobó tener en cuenta a Dios, y por eso Dios le entregó a una mente reprobada (Ro. 1:28). Entonces el hombre es pecador por naturaleza y por hechos, los cuales manifiestan su verdadera condición pecaminosa y depravada (Mr. 7:20-23; Ro. 1:28-32; 3:10-18; Tit .3:3). No puede hacer bien (Jer. 13:23; Is. 66:4)

Cada ser humano está perdido eternamente como consecuencia del pecado (Gn. 2:16-17; Ez. 18:4; Ro. 1:32; 3:10-23). El hombre natural está contaminado en su propio corazón engañoso y perverso (Jer. 17:9; Mr. 7:20-23), y no es capaz de complacer a Dios (Ro. 8:5-8). Aunque piensa que su camino es derecho, su fin es camino de muerte (Pr. 14:12; Mt. 7:13-14). Sus buenas obras no pueden salvarle (Ef. 2:8-9; Tit. 3:5), porque las buenas obras no pueden pagar por el pecado. El hombre no es su propio salvador. Ante el Santísimo Dios todas las llamadas buenas obras del hombre no son más que trapos de inmundicia (Is. 64:6). Cada ser humano será juzgado por Dios después de la muerte y debe prepararse para este encuentro (He. 2:2-3; 9:27; 1 P. 4:17).

El pecado describe el estado y los hechos de cada ser humano por naturaleza (Ro. 3:9-23). El término quiere decir “fallar”, “transgredir”, o “no llegar a la meta”. Toda injusticia es pecado (1 Jn. 5:17). El pecado es rebelión contra Dios; es todo movimiento en contra de la voluntad de Dios, ya sea consciente o inconsciente, pensamientos (Is. 55:7), hechos (Ro. 1:22-32), o la falta de hacer todo lo bueno que uno sabe y puede (Stg. 2:10; 4:17). Las Escrituras declaran que el pecado viene del corazón del hombre, no de la sociedad ni del medio ambiente (Mr. 7:20-23). Dios declara que los que pecan son dignos de muerte (Ez. 18:4; Ro. 1:32; 2:3 y 12).

La última consecuencia del pecado es la muerte (Ro. 6:23), no solo la muerte física, sino también y al final la muerte segunda del lago de fuego para siempre. Este es un lugar de castigo y sufrimiento eternal, que es la paga del pecado. No se aniquilarán (Ap. 20:10). No existe ningún lugar como purgatorio, sino que después de la muerte hay el juicio y el castigo eterno e irrevocable en el infierno. No puede nadie purificarse de pecados por sufrir allí, porque el sufrimiento es punitivo y no para purgar nada. Los que entran en ese lugar fuera de la presencia de Dios, nunca podrán salir, ni jamás terminará su castigo. El infierno se llama la segunda muerte (Ap. 20:11-15).

Dios ofrece la salvación por medio de Jesucristo, por pura gracia, a cada persona (1 Ti. 2:3-6; 4:10). La obra del Señor Jesucristo en la cruz es para todos en su ofrecimiento (potencial) pero es eficaz solamente para los que creen (Ro. 3:22). El mensaje de esta salvación se llama el Evangelio (1 Co. 15:3-4), y es como Dios ofrece al hombre el perdón pleno de pecados, y vida eterna (Jn. 3:16).

Cada persona puede saber ahora si tiene o no tiene esta nueva vida (1 Jn. 5:11-13). Jesucristo salva perpetuamente (He. 7:25) a la persona perdida y pecadora, por su gracia, sin obras humanas (Ef. 2:8-9; Tit. 3:5) cuando creyendo el Evangelio, se arrepiente de sus pecados y confía en Jesucristo como su Señor y Salvador por los méritos de Su obra consumada en la cruz (Ro. 10:9-17; Hch. 3:19; 2 Ti. 1:12). Jesucristo es el Señor de todos los que creen en Él, de tal manera que es imposible convertirse sin rendirse a Él como Señor. Habiendo confiado, la persona está bautizada y sellada por el Espíritu Santo (Ef. 1:13-14; Tit. 3:5) tiene vida eterna y no perecerá jamás (Jn.10:28).

Entonces, si creemos lo que la Sagrada Biblia dice, está claro que la salvación no es por medio de los llamados “sacramentos”, no por la Iglesia, ni el bautismo, ni la intercesión de santos ni mediadores, sino única y exclusivamente por medio del Señor Jesucristo (Jn. 1:12-13; Hch. 4:12). Esta vida es la única oportunidad que hay para ser salvo, y los que no se salvan por el Evangelio de la gracia de Dios durante esta vida, no tendrán ninguna otra oportunidad, sino serán inconversos y perdidos como enemigos de Dios por toda la eternidad (Jn. 3:36; 2 Co. 6:1-2; He. 3:7-13; Ap. 21:8).

La verdadera iglesia no es un edificio físico, ni una organización humana con su jerarquía. Es un organismo vivo y espiritual: “el cuerpo de Cristo” (1 Co. 12:12; Ef. 1:22-23). Ella existe en forma universal y local. En su forma universal (lo que significa la palabra “católica”), la Iglesia está constituida por todos los verdaderos creyentes en Jesucristo (1 Co. 12:13-27; 1 P. 2:4-5). Él es la cabeza de Su cuerpo, la Iglesia universal (Col.1:18) y de cada iglesia local también (Ap. 1:12-13, 20). La Iglesia no tiene otra cabeza, ni en forma de hombres, ni comisiones, ni federaciones, ni ninguna otra cosa, sino sólo Cristo. Además, entre el Señor Jesucristo y las iglesias locales no hay, y no se debe interponer, ningún otro gobierno eclesial, administración u organización.

Esto sería afrentar a la cabeza de la Iglesia y de las iglesias (Ef. 1:22; Col. 2:19). En su forma local (congregacional) la iglesia consiste en una comunidad de creyentes comprometidos mutuamente al Señor y los unos a los otros. Se reúnen en el nombre del Señor Jesucristo, y perseveran con devoción en la enseñanza, compañerismo, adoración (la Cena del Señor, eucaristía), oraciones (Hch. 2:42), y evangelización (Mt. 28:19-20; Hch. 8:4; 2 Co. 5:19-20). Cada iglesia local debe ser independiente y autónoma en cuanto a los hombres y los gobiernos, pero sometida al Señor Jesucristo y Su Palabra. Cada iglesia local pertenece a Cristo, y no necesita de agrupaciones, federaciones de iglesias, denominaciones ni misiones.

El Señor Jesucristo diseñó que el gobierno de la iglesia local, es decir, a nivel de congregación, no fuera por un solo hombre (el sistema unipastoral), sino por un grupo de hombres (varones) espirituales que se llaman ancianos, pastores, u obispos (Ef. 4:11-12; 1 Ti. 3:1-7; Tit.1:5-9; 1 P. 5:1-3; He. 13:7, 17). Sólo el Espíritu Santo puede hacer un anciano, y la responsabilidad de la iglesia local es reconocer quienes son estos hombres, tenerles en mucha estima y amor, imitar su fe, honrarles, recibir enseñanza y entrenamiento espiritual de ellos. Dios quiere que los creyentes reconozcan Su gobierno en la iglesia a través de estos pastores, y por lo tanto, que acepten su ministerio pastoral, y les obedezcan (en lo que sea según la Palabra de Dios), sujetándose voluntariamente a ellos, como siervos del Señor Jesucristo (1 Ts. 5:12-13; 1 Ti. 5:17-19; Ef. 4:11-12; He. 13:7, 17).

Este gobierno espiritual debe ser siempre plural, según el patrón del Nuevo Testamento y la doctrina apostólica. La congregación no debe ser gobernada por voto (democracia), ni por un hombre llamado “el pastor”, ni por mujeres, ni por otra cosa sino por un consejo de ancianos. Formación profesional (seminarios, institutos, etc.) y ordenación eclesial no son requisitos para ser un anciano, ni son deseables. Lo que se precisa es ser convertido, discipulado, y manifestar los requisitos espirituales citados en la Biblia. Ellos sirven como los administradores del Señor Jesucristo que es el Príncipe de los pastores (1 Co. 4:1; 1 P. 5:4). También tiene diáconos según las necesidades que haya, y ellos sirven a los ancianos y a los creyentes para que los ancianos puedan persistir en su ministerio de oración y en el ministerio de la Palabra (Hch. 6:1-7; 1 Ti. 3:8-13). Pero todos estos hombres, diáconos y ancianos, forman parte del mismo cuerpo de la iglesia local, y tienen el mismo sacerdocio que los demás creyentes. La Biblia y la iglesia no reconocen la distinción artificial y mundana del clero y laicos, sino que cada creyente es un sacerdote de Dios (1 P. 2:5, 9) que tiene el privilegio y la responsabilidad de servir.

La iglesia local tiene la responsabilidad de mantenerse pura y de no admitir la “levadura”, ni de falsa doctrina (Gá. 5:8-9) ni de la práctica de pecado (1 Co. 5:1-13) en medio de ella. Por lo tanto, ella también tiene la autoridad para disciplinar a los que pecan estando en comunión en la iglesia. La disciplina de la iglesia local es ejercitada por los pastores, de muchas maneras, aconsejando, enseñando, advirtiendo, amonestando, corrigiendo, redarguyendo, etc. Su forma más extrema es la excomunión. Los pastores desenvuelven este ministerio en Nombre de Cristo, según Su Palabra, y para el bien de todo el cuerpo. Deben ser tenidos en mucho amor y estima, por causa de su trabajo, y nadie debe impedirles la obra pastoral que el Señor les ha encomendado.

Cada creyente debe desear el bien de cualquier persona que esté bajo disciplina, y orar tanto por ella como por los pastores (1 Co. 5:1-6,11; 2 Co. 2:5-11; Gá. 6:1-3). Los casos que demandan la disciplina más severa de la excomunión están delineados en textos como Mt. 18:15-18; Ro. 16:17; Gá. 4:30; y Tit. 3:10-11. Personas bajo tal disciplina no deben ser recibidas en comunión en ninguna iglesia, porque es la forma de practicar la verdad de un solo cuerpo y una sola fe. Así tampoco debe ningún individuo recibir a tales personas, hasta que se hayan arrepentido, y hayan sido reconciliadas con los de su propia congregación donde se originó la disciplina (1 Co. 5:11).

Con respecto a los santos, no son personas que han muerto y luego han sido beatificados por decreto humano o eclesial. Bíblicamente entendemos que los santos son todos los verdaderos cristianos, vivos y muertos, sin distinción (Fil. 1:1; 1 P. 2:5). Dios declara que cada creyente es un santo, y le demanda que viva así como los santos. También nos demanda santidad en la vida personal, como corresponde a hijos del Dios Santo.

Estos no son sacramentos, sino dos ordenanzas que practicamos en base a Mt. 28:19-20 y 1 Co. 11:23-26. El bautismo por inmersión es la expresión externa y pública, de la identidad interna que ya hay con Cristo en Su muerte y resurrección. Según la Biblia la norma es: creer en Jesucristo (fe), lo que convierte a la persona, y después ser bautizada (Hch. 2:41; 8:12). Por lo cual es el primer acto de obediencia al Señor. El Nuevo Testamento no contempla a creyentes que no son bautizados, ni el bautismo de los que no son creyentes, ni aun cuando sean niños de creyentes o niños de personas que profesan fe por ellos en una ceremonia. El bautismo no quita el pecado original, ni tiene valor alguno en cuanto a perdonar o quitar pecados. Simplemente es un acto público de obediencia , una expresión y declaración de la conversión, y de la lealtad al Señor Jesucristo. Se hace una sola vez después de haber entendido y creído el evangelio.

En cambio, la Cena del Señor (La Santa Cena, La Comunión) se celebra cada domingo según el ejemplo de la iglesia apostólica (Hch. 20:7). Al contrario de los dogmas de Roma, proclamados junto con anatemas en el Concilio de Trento, la Cena del Señor no es un sacramento, ni un sacrificio incruento, ni imparte la gracia del Señor al que asiste. Se celebra como una simple reunión de la iglesia con el propósito de recordar y declarar (no perpetuar) la muerte del Señor hasta que Él venga. Es una reunión que está dedicada enteramente al Señor Jesucristo, para traerle a la memoria y adorarle, comiendo y bebiendo de los dos símbolos en anticipación de Su venida. No es la Pascua, ni la Misa, ni es en ninguna manera una renovación o perpetuación del sacrificio de Cristo, lo cual fue hecho una sola vez para siempre y el Señor declaró “¡consumado es!”. Por consiguiente, Él no continúa en una actitud de oblación ante el Padre, sino que está sentado, la postura de una obra consumada (Jn. 19:30; He. 9:26; 10:10-18). Participar de la Santa Cena es solamente para las personas que ya son nacidas de nuevo y andan con el Señor, viviendo en santidad (1 Co. 11:27-30).

La certidumbre de la salvación (como concepto, no como frase), es una doctrina apostólica, y quiere decir que cada verdadero creyente puede saber, por la autoridad de la Palabra de Dios, que tiene vida eterna (Ro. 5:1; 1 Jn. 5:13). Esto se puede y debe saberlo ahora mismo, en esta vida, y no es para descubrir en algún juicio futuro. No solamente debe saberlo cada persona por sí misma, sino los creyentes de cada iglesia, y sobre todo los pastores, deben mirar y considerarse los unos a los otros en cuanto a la realidad de la profesión de fe, porque el Evangelio es lo fundamental, y se puede saber si otros realmente son cristianos o no. Si no lo son, necesitan ser exhortados y advertidos, y no deben ser incluidos como si lo fuesen (Pr. 20:11; 2 Co. 6:14; He. 3:12-13; 1 Jn. 2:3-6).

Con las palabras “seguridad de salvación” queremos decir que los que están en Cristo perseveran (Jn. 10:28-29) y nunca perecerán. Es imposible ganar la salvación de Dios por obras o méritos, y de la misma manera es imposible perderla por falta de estas cosas. Las buenas obras son los frutos (resultados) de ser salvo y seguro, y son características de vida eterna, pero no contribuyen a la salvación (Ef. 2:8-10). Hay algunos que pueden hacer nula su profesión de ser creyente, si es falsa (Mt. 7:21-23; Tit. 1:16), sin embargo, los tales nunca tenían la salvación en realidad. La Biblia afirma la seguridad de cada verdadero creyente diciendo que es imposible que haya condenación para los que están en Cristo (Jn. 5:24; Ro. 8:1). Están seguros en las manos de Dios por toda la eternidad, porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios (Ro. 11:29).

Todos los cristianos son llamados a vivir una vida de santidad personal y práctica (1 Co. 6:19-20; 1 Ts. 4:3,7; 1 P. 1:15-16). Son los discípulos de Cristo y como tales deben estar separados del mundo y tener vidas de piedad, servicio y testimonio al mundo (Mr. 8:34; Lc. 9:23). Este servicio incluye el ministerio entre y con los otros creyentes de su congregación (1 Co. 12:7,29; Ef. 4:12). También incluye la propagación del evangelio a los de su entorno, y en todo el mundo (Mr. 5:19; 16:15; Hch. 1:8; 1 Ts. 1:6-8).

El Señor Jesucristo prohibió claramente hacer tesoros en la tierra, y Su Palabra nos exhorta a estar contentos con sustento y abrigo, porque piedad acompañada de contentamiento es gran ganancia (Mt. 6:19-34; Jn. 12:25-26; 1 Co. 3:12-15). Estas enseñanzas no se limitan a la época de los apóstoles, sino que son válidas para nosotros también, hasta la aparición de nuestro Señor (1 Ti. 6:14). La Biblia condena la avaricia y la codicia y la iglesia está obligada a mantener su pureza, disciplinando a los avaros de igual manera que a los fornicarios e idólatras (1 Co. 5:11; 6:9-10).

Los dones espirituales no son talentos, sino capacidades especiales que vienen del Señor Jesucristo para el bien de todos en Su Iglesia (Ef. 4:10-12). Él mismo los da a cada creyente por el ministerio del Espíritu Santo, con el propósito de que sirvan en la iglesia, para provecho de todos (Ro. 12:4-8; 1 Co. 12:8-10; 28-30; Ef. 4:8-12, 1 P. 4:10-11). Esto ocurre, no en una ceremonia, sino cuando alguien se convierte y es un hecho soberano del Espíritu de Dios según su voluntad y no como respuesta a las peticiones de los hombres (1 Co. 12:7,11,18). Cada creyente debe aprovechar su don para la edificación, no de sí mismo, sino de la iglesia donde él está en comunión (1 Co. 12:7, 25; 13:1-3; 14:12). No hay nadie en la Iglesia que sea inútil o que no pueda hacer nada. Cada creyente es un miembro y tiene una función y una utilidad para el resto de la iglesia que es el cuerpo de Cristo (1 Co. 12:18-27).

Algunos dones eran para fundar y establecer la Iglesia, como el don de sanar, el hacer milagros, el hablar en lenguas y la interpretación de lenguas (1 Co. 12:28-30), señalando a los judíos especialmente la veracidad y autoridad divina del mensaje del Evangelio (1 Co. 1:22; Dt. 28:49; Is. 28:11-12; Hch. 2:43; 14:19,21-22; He .2:4). Pero hace siglos que el fundamento ha sido puesto (1 Co. 3:10), y estos dones fundadores y milagrosos cesaron cuando cumplieron su propósito (1 Co. 13:8). Por lo tanto, no están en uso en la actualidad, al contrario de lo que manifiestan los movimientos carismáticos y pentecostales. No obstante, seguimos creyendo que Dios mismo hace milagros, todo lo puede, y Él sana según su voluntad soberana tanto ahora como en toda la historia. Pero a la vez reconocemos que la Biblia declara que aun Satanás puede hacer milagros y quiere engañar, así que el creyente no debe creer que cada milagro es de Dios, sino discernir entre lo divino y lo diabólico (1 Ts. 5.21; 2 Ti. 3:8-9 con Éx.7:10-11, 20-22, 8:5-7; 2 Ts. 2:8-12; 2 Co. 11:3,13-15; 1 Jn. 4:1-3; 2 Jn. 7; Ap. 13:11-15).

Dios ha dado diferentes mayordomías (o dispensaciones) y reglas que corresponden a cada época, para gobernar la vida y la relación con Dios (He. 7:18-19). En cada época el camino de la salvación es por la fe solamente (Ro. 4:3). Vivimos ahora en la edad de la Gracia de Dios, también llamada la época de la Iglesia, siendo que ahora Cristo está edificando Su iglesia, cosa que no existía antes de este tiempo (Mt. 16:18; Ro. 6:14; Ef. 3:2-6; Col. 1:25-27). La Iglesia no toma el lugar de Israel en las profecías, ni en el plan de Dios, sino que es una entidad distinta (Ro. 11:1-2; 25-26; 1 Co. 10:32). Su futuro es celestial, no terrenal, y nunca ha recibido mandato para reinar en este mundo. Romanos 9-11 enseña claramente que Israel, como pueblo de Dios, no ha sido desechado para siempre, sino desgajado como rama de olivo durante esta época.

Sin embargo, Dios es poderoso para volverlo a injertar, y lo hará, lo cual significa que Israel tiene futuro. Dios cumplirá todas Sus promesas para con Su pueblo terrenal. La esperanza de la Iglesia no es terrenal, como la de Israel, sino celestial. La venida personal e inminente del Señor Jesucristo en el aire para arrebatar a la Iglesia es la bienaventurada esperanza de la Iglesia, cuyo futuro y herencia están en el cielo, “con el Señor” (Jn. 14:1-3; 1 Ts. 4:13-18; 5:4-11). Este evento, también llamado el rapto, terminará la edad de la Iglesia, y reanudará los tratos divinos con Israel como pueblo escogido, los cuales conducirán a la salvación de Israel y la venida del Señor Jesucristo como Mesías, para reinar sobre todo el mundo desde Israel. Al arrebatar la Iglesia, seguirá este orden de eventos:

La tribulación (Dn. 12:1; Mt. 24:21,29-30; 1 Ts. 5:1-3; 2 Ts. 1:6-10; 2:1-12).

La venida del Señor Jesucristo a la Tierra, en gloria y poder, con sus santos, para establecer Su reino milenial, con Su capital en Jerusalén (Sal. 2, Sal. 24; Is. 65:19-25; Ez. 40-48; Zac. 14:1-21; Mt. 24:29-31; Ap. 19:11-20:10).

La resurrección de los injustos, para condenación, y el juicio del gran trono blanco (Jn. 5:28-29; Ap. 20:11-15).

El estado eterno de castigo para los inconversos y bendición para los redimidos (Mt. 25:46; 2 Ts. 1:9; 2:12).